Textos de Sor Lucía

«Moralmente sufría un verdadero martirio, pero procuré siempre que externamente no transcendiese, principalmente en mi cartas. Decía que era feliz, y mi única felicidad consistía en sufrir por Amor de Nuestro Señor y por mi querida Madre del Cielo, por la conversión de los pecadores, por la Santa Iglesia, por el Santo Padre y [por los] sacerdotes. Pero, ¡oh mi Bien Amado!, ¿para qué me das Tú la aspiración a una vida más recogida, más a solas contigo? ¿Será sólo para pedirme este sacrificio, esta renuncia? ¿Tendré que pasar yo por esto como Tú por la agonía de Getsemaní? Como Tú diré también: “¡Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino lo que Tu quieres!”. ¡Oh Jesús, es por Vuestro Amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María! Sí, porque desde que Te ví, nunca más dejé de mirar a la Luz de Tu rostro contemplando en un inmenso espejo la Humanidad en fila pasando delante de Tí. Nada Le escapa a esa Luz increada que todo penetra y absorbe todo en Sí, donde refleja todo como sombras que pasan enfocadas en el Ser Infinito del Eterno.

¡Te amo, mi Jesús! ¡Ave María! ¡Qué felices, pienso yo, las almas que, recibiendo del Señor gracias insignes, consiguen pasar la vida guardándolas en silencio en el secreto de su corazón! Pero cada alma debe seguir el camino que Dios le ha trazado: “No me habéis elegido vosotros, he sido Yo Quien os ha elegido a vosotros”. Y nos dice San Pablo: “A unos escoge para Apóstoles, a otros para Profetas”, Doctores, etcétera. Cada uno ha de seguir el camino que Dios le ha trazado». 

«¡Oh Cruz, de bendiciones tan florida!,

encanto de amor, ¡este alma te bendice!
A tu sombra me senté:

 alcancé la paz, la vida.

¡En tus brazos caí y así soy feliz!

Del pobre pecador el alma clama por mí

junto al negro abismo a donde a caer va.

Soy víctima ofrecida, en brazos del Señor:

¡mi vida en sangre por él daré hasta morir!».

 «Me ofrecí con deseos de ser aceptada, mientras el Señor no me abría las puertas del Claustro, para ir a tierras africanas, junto a los misioneros, para llevar a las almas ¡el Amor que abrasa, la Esperanza que fortalece, la Fe que guía y eleva de la tierra al Cielo!: Ir con la Divina Pastora, conducir las ovejas a verdes pastos, donde corren las aguas cristalinas de la fuente eterna. Pero ¡no me explico cómo siento en mí aspiraciones tan opuestas!

Contenta volaría hacia los desiertos de África, a la conquista de las almas de mis queridos Hermanos alejados, y llego hasta envidiar a quienes tienen esa suerte. Me inmolaría feliz en los hospitales junto a los miembros doloridos de Cristo para, con mis servicios, prestarles toda clase de alivios. Y más feliz aún me enterraría en las leproserías acogiendo los gemidos de la Humanidad doliente, ofreciéndolos a Dios como víctimas expiatorias por los pecados del mundo. Me gustaría adquirir el conocimiento de todas las ciencias para transmitirlo a las almas como reflejo de la eterna Sabiduría, fuente de donde mana toda la luz de la inteligencia y de la ciencia adquiridas, y poderlas así ¡elevarlas del ras de la tierra a la luz de lo sobrenatural!

Mas, ¡pobriña de mí, que nada soy y nada tengo! Me levanto de mi propia nada y, en la unión de mi alma con Cristo, encuentro todo, porque es desde lo más profundo de la abyección como Dios me eleva a las alturas de lo sobrenatural: es por la humildad que desciende hasta el fondo del Océano. Es ahí como se encuentra la Luz, la fuerza, la alegría, y donde Dios concede la gracia de alcanzar ¡la cumbre del Amor! De ahí, mi ardiente deseo de inmolarme a solas con Él en el silencio de un claustro, donde pueda darLe todo en una unión más perfecta, un encuentro más íntimo, por mi Madre la Iglesia y por las almas de mis queridos Hermanos.

Así seré por mi unión con Cristo: ¡el Amor que abrasa, la Esperanza que fortalece, la Fe que ilumina el camino para la vida eterna! Y conseguir así que, todos unidos en la misma Fe, en la misma Esperanza y en el mismo Amor, creamos en la existencia del Dios eterno, único y Trino en Personas, en Jesucristo Su Hijo, en la vida eterna, en la obra de la Redención y, para su realización en su Iglesia: ¡Una, Santa, Católica y Apostólica!».

«Antes de comenzar, quiero abrir el Nuevo Testamento, único libro que quiero tener aquí, delante de mí, en un retirado lugar del desván, a la luz de una pobre teja de vidrio, a donde me retiro para escapar, cuanto me sea posible, a las miradas humanas. De mesa, me sirve mi regazo; de silla, una maleta vieja.

Alguien me dirá, ¿por qué no escribe en su celda? El buen Dios ha hecho bien en privarme hasta de la celda, a pesar de que aquí en casa hay bastantes y desocupadas. En efecto, para la realización de sus designios, es más a propósito la sala de recreo y trabajo, tanto más incómoda para escribir alguna cosa durante el día, cuanto demasiado buena para descansar durante la noche. Mas estoy contenta y agradezco a Dios la gracia de haber nacido pobre, y de vivir, por amor suyo, más pobre todavía.

¡Ay, mi Dios! ¡Nada, nada de eso quería decir! Vuelvo a lo que Dios me deparó, al abrir el Nuevo Testamento: en la carta de San Pablo a los Filipenses, 2,5-8, leí así:

“Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte”.

Después de reflexionar un poco, leí todavía en el mismo capitulo, versículos 12 y 13: “Con temor y temblor trabajad por vuestra salvación. Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito”.

Está bien. No preciso de más: obediencia y abandono en Dios que es Él que obra en mí. Verdaderamente, no soy más que un pobre y miserable instrumento del que Él se quiere servir y que dentro de poco, como el pintor que arroja al fuego el pincel que ha utilizado, para que se reduzca a cenizas, así el Divino Pintor reducirá a las cenizas del túmulo, su inútil instrumento, hasta el gran día de las aleluyas eternas. Y deseo ardientemente este día, porque el túmulo no aniquila todo, y la felicidad del Amor eterno e infinito comienza ya».

«Querida X:

He recibido su carta y paso a contestar. En cuanto a su petición, compromete mucho la ley de Dios que todos tenemos obligación de observar. Su infidelidad no consiste en el embarazo, pero sí en la vida de pecado que ha llevado y de la cual su embarazo es el resultado. Y este fruto, aunque sea consecuencia del pecado, no puede ahora aniquilarlo o destruirlo, porque sería cometer un nuevo pecado matar a su propio hijo. Por el contrario, tiene obligación de aceptarlo y criarlo como un nuevo ser que tiene derecho a la vida y, por su parte, hacer todo lo posible para que venga con buena salud y perfecto. Esto es un deber al que no puede faltar, porque sería ir contra los mandamientos de la Ley de Dios que nos dice: “No matarás” (Ex. XX-13). Y debe aceptarlo con amor, con generosidad y espíritu de sacrificio en reparación de su pecado, y que esta triste experiencia le sirva para no volver a pecar más. [...] Procure iniciar una nueva vida de joven seria y honrada ...

Nada hay que pague la vida honrada de una joven, que ha vuelto a ser digna de la gracia de Dios en su alma, de la pureza de su cuerpo y de su corazón. Éste es el mejor camino que ahora debe abrazar con generosidad, con fidelidad y espíritu de sacrificio, en reparación de su pasado y para que Dios la haga más feliz en su futuro, llevando una vida mejor con la que merezca de Dios la gracia de ser más feliz, porque la infelicidad viene del pecado. Nunca nadie fue feliz llevando una vida de pecado.

Quedo orando por usted, con la esperanza de que entienda lo que aquí le digo y de que siga por el camino que aquí le indico, para llevar una vida mejor en esta tierra y más feliz en el Cielo. En unión de oraciones.

Coimbra, 11-V-1983. Hermana Lucía».

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